Érase una vez, en el muy lejano país de Más Allá del Horizonte,
un rey de largas barbas rojizas y robustos puños de acero. Era un rey severo,
con ojos claros y azules como gotas de lluvia y una enorme nariz algo colorada
que parecía un fresón.
El rey era un hombre de honor, un hombre fuerte, que en sus
tiempos mozos había liderado a su gran ejército en cien batallas y conquistado
a mil doncellas con su porte y su caballerosidad.
Pero los años también pasaban para el rey, y él sabía bien
que había llegado la hora de dejar su trono a alguien más joven.
Sin embargo, era aquí donde encontraba el rey un grave
problema. Su esposa había dado a luz a dos mellizos, un chico y una chica.
El joven, ahora todo un hombretón, era también un vago y un
perezoso. Pasaba sus días de fiesta en fiesta, cortejando a las jovencitas con
su blanca sonrisa, sus malas artes y su palabrería; además de beber más de lo
adecuado para un príncipe.
La hija, por su lado, era todo lo opuesto a su hermano el
príncipe. Ella era una jovencita muy trabajadora y siempre ayudaba a las
doncellas en sus faenas, cosa que su madre la reina consideraba horrible. Era
también muy inteligente y culta, siempre leyendo allá donde estuviese e incluso
en ciertas ocasiones dando buenos consejos a su padre sobre como dirigir el
reino y sus tierras. Pero por lo que más se la quería en el reino era por su
humildad y su benevolencia, pues se preocupaba por todos los habitantes del
país, siempre procurando que tuviesen el estómago lleno y un sitio caliente
donde pasar la noche.
El rey quería mucho a sus dos hijos, y sabía bien quien
ocuparía mejor su cargo. Pero la ley era la ley, y una mujer no podía ser
reina.
Llegó el día de la sucesión del trono y todo el castillo se
llenó de alegre música y coloridos bordados. Todos los campesinos de las
tierras cercanas acudieron a ver a su nuevo rey.
En el momento en que el príncipe, apesadumbrado, recibió de
su padre la pesada corona de oro y piedras preciosas, los cánticos llenaron la
gran sala del trono.
La joven rompió a llorar. Ella que todo lo daba por su
pueblo querido y que tanto se esforzaba por el bien de todos. “¿Por qué no a
mí, padre?” –se preguntó desolada.
Esa misma noche se celebró en el gran comedor un banquete
inmenso lleno de jugosos y deliciosos manjares traídos de todo el mundo. Pero
alguien faltaba en aquella mesa. La princesa no había bajado a cenar.
Su padre la mandó buscar, pero su cuarto estaba vacío. Y
también el castillo. Y los bosques cercanos. Incluso las montañas del valle que
apenas se veían en la distancia. Había desaparecido.
La reina enfermó gravemente tras la desaparición de su única
y amada hija, quedando postrada en cama. El rey, que ya no lo era, mudó el
color de sus barbas, que se tornaron grises, al igual que sus ojos, tan
hundidos como dos enormes cascadas.
Pasaron los años, y la reina falleció. Con el joven príncipe
al cargo del reino, este cayó en la más terrible de las miserias; y las
noticias de su debilidad se extendieron por todos los países vecinos. Los reyes
de éstos, muy astutos, trazaron un plan maestro para conquistar el antaño
poderoso reino.
Así, unos meses más tarde llegó el primer invierno. Inmensas
ventiscas, como huracanes de hielo, sacudieron al reino, marchitándolo,
llevándose consigo las cosechas, la fuerza de sus guerreros y la vida de sus
labradores.
El príncipe heredero, rodeado de malos consejeros, tramposos y
avaros, aliados con sus enemigos, no supo reaccionar, y una noche, cuando todo
el mundo dormía, partió a lomos de un corcel. El reino quedó pues falto de
alguien que lo dirigiese, y cuando las tropas de los reyes vecinos atacaron el
castillo, este cayó presa.
El rey, un hombre anciano ya, de barba blanca como
una nubecilla y ojos blancos y ciegos, fue condenado a morir en la horca. Aquel
sería el final del reino de Más Allá del Horizonte.
Llegado el día de la ejecución, todos los habitantes que
quedaban vivos desde los tiempos del rey se apiñaron en la plaza, apenados,
para despedir a su querido señor. Tres descomunales nubarrones negruzcos encapotaban
el cielo. Rayos y truenos los acompañaban, asustando con su estruendo a los
presentes. Cuando el verdugo, un hombre extremadamente feo con cara de babosa y
ojos pequeños como guisantes, se aproximó a la plataforma, una tormenta brutal
se desató.
El verdugo, con un grito que helaba la piel, elevó su hacha
y la descargó, esperando ver la cabeza del rey rodar a sus pies. Pero no fue
así.
Una bella espada, larga como el día y brillante como la
nieve, detuvo el golpe del hacha. Un guerrero delgado y esbelto había irrumpido
en la plaza y detrás suyo, surgiendo de los bosques, una lluvia de flechas cayó
sobre los soldados invasores.
El joven, fuerte para su tamaño, ayudó al rey a
incorporarse.
- - ¿A quién debo mi vida? –preguntó.
- - A la suerte –respondió el caballero, quitándose
el yelmo que le protegía la cabeza.
Una hermosa melena castaña cayó sobre sus hombros.
Fue entonces cuando el viejo y cansado rey, al escuchar su
voz cantarina, reconoció en aquel caballero, su salvador, a su preciada hija
desaparecida. Y la apretó contra su pecho, con lágrimas como perlas en sus ojos
ciegos.
Sobre aquel instante cantarían más adelante todos los
juglares del reino. Sobre cuando el rey tomó a su hija, a quien creía desaparecida,
en sus brazos ancianos. Sobre cuando la valiente princesa guerrera, con su
ejército de rebeldes y salvajes, salvó al reino de su fin. Y sobre como el rey
entregó a su hija la corona de oro y piedras preciosas.
Cuentan que desde entonces el Sol y la lluvia trabajan codo
a codo para crear día tras días el más hermoso de los arcoiris, que baña con
sus siete colores todos los rincones del reino de Más Allá del Horizonte.
Es el primer cuento que escribo en mucho tiempo, así que no seáis demasiado duros, es solo una primera toma de contacto. ¡Iré mejorando!