domingo, 29 de diciembre de 2013

Más Allá del Horizonte

Érase una vez, en el  muy lejano país de Más Allá del Horizonte, un rey de largas barbas rojizas y robustos puños de acero. Era un rey severo, con ojos claros y azules como gotas de lluvia y una enorme nariz algo colorada que parecía un fresón.

El rey era un hombre de honor, un hombre fuerte, que en sus tiempos mozos había liderado a su gran ejército en cien batallas y conquistado a mil doncellas con su porte y su caballerosidad.

Pero los años también pasaban para el rey, y él sabía bien que había llegado la hora de dejar su trono a alguien más joven.

Sin embargo, era aquí donde encontraba el rey un grave problema. Su esposa había dado a luz a dos mellizos, un chico y una chica.


El joven, ahora todo un hombretón, era también un vago y un perezoso. Pasaba sus días de fiesta en fiesta, cortejando a las jovencitas con su blanca sonrisa, sus malas artes y su palabrería; además de beber más de lo adecuado para un príncipe.

La hija, por su lado, era todo lo opuesto a su hermano el príncipe. Ella era una jovencita muy trabajadora y siempre ayudaba a las doncellas en sus faenas, cosa que su madre la reina consideraba horrible. Era también muy inteligente y culta, siempre leyendo allá donde estuviese e incluso en ciertas ocasiones dando buenos consejos a su padre sobre como dirigir el reino y sus tierras. Pero por lo que más se la quería en el reino era por su humildad y su benevolencia, pues se preocupaba por todos los habitantes del país, siempre procurando que tuviesen el estómago lleno y un sitio caliente donde pasar la noche.

El rey quería mucho a sus dos hijos, y sabía bien quien ocuparía mejor su cargo. Pero la ley era la ley, y una mujer no podía ser reina.

Llegó el día de la sucesión del trono y todo el castillo se llenó de alegre música y coloridos bordados. Todos los campesinos de las tierras cercanas acudieron a ver a su nuevo rey.

En el momento en que el príncipe, apesadumbrado, recibió de su padre la pesada corona de oro y piedras preciosas, los cánticos llenaron la gran sala del trono.

La joven rompió a llorar. Ella que todo lo daba por su pueblo querido y que tanto se esforzaba por el bien de todos. “¿Por qué no a mí, padre?” –se preguntó desolada.

Esa misma noche se celebró en el gran comedor un banquete inmenso lleno de jugosos y deliciosos manjares traídos de todo el mundo. Pero alguien faltaba en aquella mesa. La princesa no había bajado a cenar.

Su padre la mandó buscar, pero su cuarto estaba vacío. Y también el castillo. Y los bosques cercanos. Incluso las montañas del valle que apenas se veían en la distancia. Había desaparecido.

La reina enfermó gravemente tras la desaparición de su única y amada hija, quedando postrada en cama. El rey, que ya no lo era, mudó el color de sus barbas, que se tornaron grises, al igual que sus ojos, tan hundidos como dos enormes cascadas.

Pasaron los años, y la reina falleció. Con el joven príncipe al cargo del reino, este cayó en la más terrible de las miserias; y las noticias de su debilidad se extendieron por todos los países vecinos. Los reyes de éstos, muy astutos, trazaron un plan maestro para conquistar el antaño poderoso reino.

Así, unos meses más tarde llegó el primer invierno. Inmensas ventiscas, como huracanes de hielo, sacudieron al reino, marchitándolo, llevándose consigo las cosechas, la fuerza de sus guerreros y la vida de sus labradores. 

El príncipe heredero, rodeado de malos consejeros, tramposos y avaros, aliados con sus enemigos, no supo reaccionar, y una noche, cuando todo el mundo dormía, partió a lomos de un corcel. El reino quedó pues falto de alguien que lo dirigiese, y cuando las tropas de los reyes vecinos atacaron el castillo, este cayó presa. 

El rey, un hombre anciano ya, de barba blanca como una nubecilla y ojos blancos y ciegos, fue condenado a morir en la horca. Aquel sería el final del reino de Más Allá del Horizonte.

Llegado el día de la ejecución, todos los habitantes que quedaban vivos desde los tiempos del rey se apiñaron en la plaza, apenados, para despedir a su querido señor. Tres descomunales nubarrones negruzcos encapotaban el cielo. Rayos y truenos los acompañaban, asustando con su estruendo a los presentes. Cuando el verdugo, un hombre extremadamente feo con cara de babosa y ojos pequeños como guisantes, se aproximó a la plataforma, una tormenta brutal se desató.

El verdugo, con un grito que helaba la piel, elevó su hacha y la descargó, esperando ver la cabeza del rey rodar a sus pies. Pero no fue así.

Una bella espada, larga como el día y brillante como la nieve, detuvo el golpe del hacha. Un guerrero delgado y esbelto había irrumpido en la plaza y detrás suyo, surgiendo de los bosques, una lluvia de flechas cayó sobre los soldados invasores.

El joven, fuerte para su tamaño, ayudó al rey a incorporarse.

-          - ¿A quién debo mi vida? –preguntó.

-         -  A la suerte –respondió el caballero, quitándose el yelmo que le protegía la cabeza.

Una hermosa melena castaña cayó sobre sus hombros.

Fue entonces cuando el viejo y cansado rey, al escuchar su voz cantarina, reconoció en aquel caballero, su salvador, a su preciada hija desaparecida. Y la apretó contra su pecho, con lágrimas como perlas en sus ojos ciegos.

Sobre aquel instante cantarían más adelante todos los juglares del reino. Sobre cuando el rey tomó a su hija, a quien creía desaparecida, en sus brazos ancianos. Sobre cuando la valiente princesa guerrera, con su ejército de rebeldes y salvajes, salvó al reino de su fin. Y sobre como el rey entregó a su hija la corona de oro y piedras preciosas.


Cuentan que desde entonces el Sol y la lluvia trabajan codo a codo para crear día tras días el más hermoso de los arcoiris, que baña con sus siete colores todos los rincones del reino de Más Allá del Horizonte.


Es el primer cuento que escribo en mucho tiempo, así que no seáis demasiado duros, es solo una primera toma de contacto. ¡Iré mejorando!

viernes, 27 de diciembre de 2013

Fresas heladas

Caminó despacio, precavida, con sus ojos claros de felinas pupilas fijados en lo que se extendía más allá de la ventana. Le agradaba lo que veía, y ansiaba llevar a cabo su fantasía más indecorosa. Bajó con rapidez la escalera de caracol, sintiendo un escalofrío constante que le subía por la espalda. Viró ágilmente por el corredor más pequeño y oscuro, el más discreto, y se plantó ante una diminuta puerta de cristal soplado. Notó el gélido viento, que se colaba por las rendijas de la madera, arremolinarse en sus tobillos, acariciando sus caderas y tornando en lengua de hielo el camino hasta su pecho y su barbilla.

Giró el pomo y se dejó llevar.

Corrió todo cuanto pudo y más, hasta que sus pulmones, helados y doloridos, dijeron basta. Y se desplomó jadeante. La nieve se amontó sobre su esbelta y frágil cintura, en los hoyuelos de sus mejillas, en los recodos de su cuerpo. Abrió la boca y bebió un largo trago, anestesiante al paladar, ardiente al paso por su garganta. Desanudó por completo su batín de seda púrpura, y dejó que toda su piel inmaculada sintiese el tacto de aquel manto de algodón, blanco y suave.

Pasó así, en esa completa desnudez, fundida en su entorno, lo que sería más de una hora. Minuto a minuto.

Y se irguió azorada. Su fantasía seguía.

Subió, sin ropa alguna, por la inmensa escalinata que se imponía orgullosa en la entrada, sintiendo como sus dedos rozaban con delicadeza las paredes de piedra, y como su pecho, libre de cualquier presión, de incómodos corsés con mil y un enrevesados lazos, se alzaba una y otra vez a cada paso.

Llegó allí donde quería, a la puerta deseada, y sin siquiera tocar ni avisar de su visita, entró. Su piel, erizada por la gélida nieve que todavía la cubría y por el hilillo de agua que se deslizaba entre sus senos y sus muslos, brillaba perlada al reflejo de la luz. Un haz de luz que se filtraba por el gran ventanal de la habitación. A los pies de este, sobre un lecho de plumas con dosel escarlata, dormía profundamente una joven. Tenía los cabellos rojos, más incluso que las telas que la disimulaban, además de largos y sedosos. Como una bella madeja de hilo carmesí. Su figura, estilizada y madura en las formas, de anchas caderas y estrecha cintura, se dibujaba bajo las delgadas sábanas. 

Así como estaba ella, en pie, húmeda y tiritando, se acercó al camastro. Apartó con suavidad las sábanas, se colocó junta a ella y lentamente, presionó su cuerpo contra el de la bella joven de pelo llameante. La besó en el cuello. Y en el hueco entre los hombros. E inhaló con fuerza su aroma a fresa silvestre. Pasó su mano junto a su cuello, y se acercó a su oido. 
Sabía que la escuchaba, que estaba despierta, y que pretendía a duras penas no reaccionar a su juego. 

- ¿Qué quiere que haga? Hay que aprovechar el momento. Al fin y al cabo, ambas sabemos que tras esto, me matarán.

Hizo una breve pausa, exhalando su cálido aliento en su oreja. La joven no pudo reprimir un escalofrío. De placer.

- ¿No dice nada? Supongo entonces que lo aprueba, ¿no es así?, ¿mi reina?. Es terrible lo sé, pero así ha sido siempre mi fantasía.



Concurso de relato romántico de Invierno (27/12/2013)

sábado, 21 de diciembre de 2013

Cinco: Frutos del bosque

Salí de aquella clínica de mala muerte, sudando, nervioso. Inspiré con fuerza el dulce aire impregnado de aroma a raspa de pescado y caminé hasta la avenida más cercana.

“Café Lourds. Zona habilitada para fumadores” –rezaba el cartel del local más cercano, con hermosas luces de neón exceptuando la e, que pendía de un cable pelado, al borde del precipicio.

Fui hasta allí, y me asomé al interior. Balbuceé alguna queja aleatoria sobre Sanidad. Entré. Una barra con todo el fondo marino a sus pies, un camarero con eje gravitacional propio y un trapo mohoso en las manos, y, un hombre abocado a su coñac, doble, con la mirada perdida en el fondo del vaso y los ojos encarnados y vidriosos.

Bufé; y sonreí. Nunca está de más. Aunque solo sea para aliviar lo malo por venir.

Una muchacha con mirada de pocos amigos y una estúpida sonrisa acartonada, de las de fórceps, me preguntó dónde quería sentarme.

- ¿Fumadores o no fumadores?

- Fumadores. Por favor.

Tomé asiento en una mesita con mantel de los de usar y tirar, en la esquina más interna del local, y pedí un zumo de arándanos. Me desanudé la corbata, parecía estúpido.

La chica volvió con mi bebida al tiempo zarandeaba de lado a lado su descomunal trasero, embutido en unas horribles mayas de leopardo dos tallas más pequeñas de lo que sería considerado medio aceptable.

- Aquí tienes.

- Gracias –respondí, concentrado en nada.

- Lo siento mucho, ahora mismo te traigo un cenicero. Es que verás, justo esta mañana lo he ‘dejao’ con mi chico y no sé dónde tengo la cabeza. El muy cabrón se estaba tirando a la…

- No hace falta.

- ¿Cómo?

- Soy fumador pasivo –dije, mientras aspiraba con fruición todo aquel humo suspendido en el aire.

- ¿No le traigo cenicero entonces? –repitió, automática.

- No, no lo necesito.

- Pero hombre… Yo te lo traigo, por si acaso, y tú ya decides si…

- ¡Dios mío, ya te he dicho que no! ¿De verdad no te cabe en esa cabeza hueca tuya?

No me gustaba la gente insistente. Los odiaba. Y a aquella inútil. Y a todos los que disfrutaban de un cigarrillo directamente en sus labios en las mesas contiguas. Y me bebí de un trago a la camarera. E insulté con rabia al zumo de arándanos. Y escupí en el suelo, mientras gritaba con los pulmones fuera de mí.

La chica rompió a llorar, asustada. Retrocedió unos metros.

Las dos mujeres que charloteaban en la mesa de al lado callaron, escandalizadas, mirándome con ojos desorbitados.

Volví a la realidad. Y vi el panorama que me envolvía.

Quise correr, pagar –soy honrado, tonto, hasta cuando estoy loco –y salir de allí. Pero no. Lloré.

Y pasé media tarde, y una noche entera, allí, en aquel antro. Las señoras me calmaron y consolaron mientras yo me desfogaba. Dando sorbos a mi coñac y reclamando un vaciado del cenicero.

“Después de todo, el acento argentino no está tan mal.”

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Cuatro: Café y locura

Esperé unos segundos de pie, para no parecer maleducado o ansioso. El doctor tomó asiento en su butaca color crema y me indicó con una seña el diván junto a la mampara. Yo prefería no utilizarla, esa etapa de vergüenza ya la había pasado.

Recuerdo la primera vez. Sin recomendación alguna, había buscado en el listín telefónico hasta dar con el número de un psiquiatra, “No le garantizamos que salga usted cuerdo, pero tenemos máquina de café gratuito”. Cutre. Pero me hizo gracia, para que mentir.

No me fue sencillo dar con el lugar, y mi orgullo de por entonces me impedía preguntar por la clínica del que sería mi loquero –mi concepción de estos especialistas siempre había estado algo influenciada por el cine, y tendía a imaginarme lo peor.

La primera impresión fue sencilla. Horror. Una señora vestida como una mesa camilla que me analizaba con sus ojillos inquisidores. Una sala de espera pequeña y lúgubre. La chapa del marco de la ventana desconchada, y una corriente de aire que me ponía los pelos de punta. “Huye”, me dije.

Tras una eterna espera en aquel antro se abrió la puerta con la placa que rezaba ‘Dr. Matías Binetti’. “Argentino, argentino.”

Lo seguí al interior y me tumbé sobre el diván marrón. El doctor Binetti me observó con unos ojos castaños enormes, como castañas pilongas, y habló:

-          ¿Su nombre, joven?

-          Carlos –respondí. “Joven. Se podría decir”.

-          Bien, Carlos. Cuéntame, ¿Qué te trae por aquí?

Medité la pregunta unos segundos. Minutos tal vez. Él no parecía impacientarse. Se levantó de su butaca y corrió la mampara entre nosotros.

-          A ver, como decirlo. Es complicado de explicar…

-          ¿Sí?

Dudé. Me froté la sien con la palma de la mano, y hablé. Escupí. Vomité. Dije todo. Una sarta de tonterías, verdades, mentiras, datos e insultos. Y luego inspiré hondo.

-          Entiendo. Muy bien. Nos veremos en la siguiente sesión.

Me despidió con un apretón de manos, y yo sentí a mi estómago revolverse. Berta se me acercó. Me miró con compasión, y lástima, y contra todo pronóstico esbozó en su rostro una inmensa y falsa sonrisa.


-          Cariño, ¿una taza de café calentito? Es gratis.



miércoles, 13 de noviembre de 2013

Tres: Agitación

Entré al portal quince, el último en aquel pequeño callejón solitario. Una hilera de buzones de metal oxidados y un ascensor desvencijado me daban la bienvenida. Pulsé el botón y esperé. Un traqueteo rítmico, algo chirriante, acompañó a la aguja que marcaba el piso. Ya estaba. Al quinto.

Me miré brevemente en el espejo, colocándome con poco acierto el pelo de un lado, pero ya no había más tiempo para rectificar.

Toqué al timbre. No respondían. Estaría tomándose su reglamentario café de media mañana. Ese que ni una lluvia de meteoritos podría evitar. Llamé otra vez.

Una mujer regordeta de unos cincuenta años abrió la puerta, dedicándome una tierna sonrisa. Berta era una señora de esas clásicas, con una permanente horrible que asomaba las raíces canosas, un vestido de flores que bien podría de hacer las veces de mantel, y unos zapatos de charol ciertamente brillantes. Demasiado diría yo.

Además de su atuendo, hablaba en exceso, era bastante lenta, y tendía a escarbar en la vida personal de los demás, conocidos o desconocidos. Bueno, y siempre, como ya he dicho antes, gustaba de tomarse un ‘cafelito’ de hora y media en el bar de la esquina mientras fumaba el pitillo que había dejado a medias la noche pasada.

A pesar de todo ello, siempre me recibía con una cálida sonrisa y yo lo agradecía.

Me invitó a pasar y tomar asiento en uno de los incómodos sofás de la salita. Ojeé una revista por encima, “Diez consejos para estar fabulosa este verano”. Justo lo que necesitaba. Pasé páginas y vi una receta interesante, “podría intentar…”. Se abrió una puerta de madera, fina como el papel de fumar, y dos hombres salieron por su hueco. Uno vestía con un jersey de lana con bolas y unos pantalones de pana beige; el otro, un hombre de mediana edad, llevaba un traje negro mal planchado y de aspecto baratero y miraba sin parar de un lado a otro, visiblemente alterado.

<< Nos vemos la semana que viene entonces, Antonio. Seguiremos trabajando en lo que hemos hablado.>>

Este asintió y salió raudo por la entrada principal.

Se giró luego hacia mí, aquel hombre de cabello blanco y semblante bonachón, invitándome a entrar.

La habitación se me hizo algo pequeña durante unos instantes, pero la voz cantarina de Berta me hizo reaccionar.

<< Te llama el doctor, querido. >>


Me levanté, me atusé el pelo, y entré después del doctor, cerrando tras de mí la puerta.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Dos: Preludio

Me desperté horas más tarde. Hora. Quizás media. Las seis y cuarto, marcaba el despertador en el techo. Último modelo en la tienda de la esquina, una ganga. Y me había hecho gracia que se proyectase. Me dirigí al baño, esta vez con algo más de luz, que se filtraba a través de las rendijas de la persiana metálica. Dejé correr el agua de la ducha mientras me desnudaba, mirando la toalla que colgaba de la puerta.

El vapor llenaba el cuarto, empañando el espejo y humedeciendo todo a su paso. Corrí a la habitación raudo –no quería malgastar, los recibos últimamente me comían –, y volví con dos camisas que colgué junto a la toalla. También en la puerta.

Me coloqué bajo el chorro, y sentí como me golpeaba en la nuca. Iba a presión, no había ruedecilla en la alcachofa para cambiar el modo. Pero no estaba mal. El dolor me despejaba por completo, era como un mazazo de realidad, para empezar bien el día.

Cerré el grifo, miré a los lados, y maldije mi estupidez. Salí de la ducha tal cual, mojándolo todo. Tiré de la toalla, me aproximé a la pila, y froté el espejo en círculos, como solía hacer siempre, pues me daba un placer especial.

Tendré que cambiar de gimnasio, me dije. Me sequé el pelo con lentitud, y lo vi claro.
Me asomé a la puerta, no convenía que nadie me viese. Tampoco había nadie para verme. Y me dejé llevar por la emoción: probé el disfraz de superhéroe, el de jeque árabe, el de dios griego y mi favorito, el de capitán pirata.

Con mis años, aunque menos digno, se disfruta más incluso. Creo, yo.

Ya en mi habitación, me vestí lentamente. Ropa interior dada de sí. Camisa casi lisa. Unos pantalones verde aceituna que me regaló, me sentaban horribles, pero. Y una corbata a juego con ellos. Tuve que hacer y deshacer el nudo unas quince veces, pero ni así. Finalmente los zapatos, mis preferidos y únicos. Listo para marchar. El doctor me esperaba.


Qué tontería, después de todo, la camisa se me arrugaría al tumbarme en aquel sofá de cuero marrón.

martes, 5 de noviembre de 2013

Uno: Insomnio

"Estuve dándole vueltas el otro día a una idea. Siempre he preferido crear historias en las que encajar a mis personajes, es decir, partir de un mundo, unos sucesos, donde los personajes que he creado anteriormente tengan un papel. Nunca he intentado la inversa, presentar primero a un personaje, a su circunstancia, narrar su situación interna, y desde aquí crear una historia. Voy a intentar hacerlo en el Blog, a ver que sale. Seguimos así la vida y los quehaceres de Carlos, un joven con dudas. Espero que no sea demasiado malo."


Caminé con los pies descalzos sobre el suelo frío, palpando con las manos las paredes. Llegué al baño a tientas y pulsé el interruptor. La bombilla que colgaba del techo, solitaria, iluminó el cuarto con una pálida luz blanca, mortecina, más propia de un hospital viejo. Me acerqué al espejo ovalado, a observar. Nada me rodeaba, nada ocupaba el espacio vacío que había a mi lado. Allí tan solo estaba yo, en ropa interior, con el pelo revuelto por un lado y pegado a la cara por el otro lado. Tenía los ojos rojos e hinchados y un rastro violeta a mi alrededor.

Hacía una semana que venía ocurriendo. Algo retumbaba en mi cabeza en medio de la noche, despertándome. Yo, cubierto en sudor frío y muy a mi pesar, me desplazaba hasta el baño.  Levantaba la manecilla del grifo y sumergía mis manos, equivocado como siempre, en el agua helada. Y esperaba a la caliente. Sentía como me reconfortaba; esa sensación tan placentera que comienza en la punta de los dedos y viaja eléctrica por cada uno de los poros de tu cuerpo, provocándote un escalofrío.  A continuación, colocaba el tapón en el desagüe, impidiendo que el agua se escapase. Y esperaba.

Cuando ésta rebasaba el agujero de emergencia, cerraba el grifo y hundía mi cara hinchada en la pila. Abría los ojos. La levantaba y me miraba. Que solo.

Las ojeras eran ciertamente poco estéticas, el color de mis ojos difícilmente envidiable, y el tono pálido de mi piel, blancuzco, como el de la cera fría, nada aconsejable.


Vaciaba la pila, me miraba de perfil y daba media vuelta. Apagaba la luz y recorría nuevamente el pasillo, hasta mi habitación. Me sentaba al borde de la cama, me atusaba el pelo y suspiraba. "Iré al médico la semana que viene" Luego me tumbaba, me giraba hacia el lado izquierdo, el menos hundido y cerraba los ojos. Que solo. 


sábado, 2 de noviembre de 2013

Cuando menos te lo esperas

Mientras su padre cerraba la tapa del contenedor, él observaba cabizbajo, con las manitas enterradas en los bolsillos del mono vaquero, manchado de barro y cinco tallas grande. Pequeñas lágrimas brotaban de sus ojos enrojecidos, deslizándose por sus mejillas y salando sus labios. Sorbía los mocos con fruición, limpiándose con las mangas de la camisa, otrora blanca.

Su madre, quien hacía rato que los miraba desde el porche, se acercó

Pedro era un chico orgulloso. Él era ya todo un hombre. Hecho y derecho. Sin embargo, aun queriéndolo, no podía parar de llorar. Quería ser duro como su padre. Pero, ¿por qué tenía que irse, justo, 'su' mejor amigo?


Dejó que su madre lo envolviese.


(Concurso microrrelatos Cadena SER, Octubre 2013)

sábado, 26 de octubre de 2013

Recluidos/Secluded


Aquel día era distinto. No reinaba el silencio en el que solían vivir. El grupo comía la ración excitado, pendiente de dos hombres que mantenían una acalorada discusión.

-       - Tenemos que quedarnos aquí, donde estamos a salvo, vivos. No hay nada que podamos hacer para evitarlo –dijo uno de ellos, con rostro adusto, mientras daba buena cuenta del mendrugo de pan seco de aquel día.

-        - ¿Pero qué estás diciendo? ¿Estás loco? Me niego a pasarme toda la vida en este lugar, en esta prisión. Porque eso es lo que es –respondió el más joven.

-         -  ¡Pero no tenemos la más mínima idea de que habrá más allá de estas paredes! ¿Qué haremos si nos cogen por traidores y nos matan para dar ejemplo al resto? ¿Y si todo lo que nos han dicho es cierto? ¡No duraríamos ni dos semanas! –exclamó el primero de nuevo, disgustado.

-          - ¿De verdad piensas que vale la pena pasar todo este tiempo aquí, encerrados?

-          - ¡No estamos en cerrados hombre, estamos salvando nuestras vidas!

-          - ¿Vidas? –lo miró con severidad, clavando sus ojos casi transparentes en el hombre.

-          - Sí, eso he dicho…

       Las migas le cayeron por la comisura de los labios, asustado.

-          - ¿Te has parado a pensar por un segundo en lo que estás diciendo? ¿Dices que aquí podemos conservar nuestras vidas, que podemos ‘no estar muertos’, cierto? ¡¿Llamas a esta forma imperativa de vivir una ‘vida’?! –repuso éste.

-          - ¿Y qué si…?

-          - Estúpido.  La vida no es algo tan simple. Tenemos el derecho a la vida. Pero escúchame bien, ¡los derechos hay ganárselos! –dijo en voz alta, girándose hacia el resto del grupo, quienes lo miraban con duda, más de uno con compasión.

-          - Si nos quedamos aquí, viendo los días pasar, nunca tendremos una vida como tal. Para mí, la vida no es un periodo de tiempo, no es un fenómeno científico, ni siquiera una cosa. Para mí la vida es aquello que hacemos. Cuando huimos, tratando de encontrar un lugar mejor, estamos viviendo. Cuando intentamos marcar una diferencia, estamos viviendo –continuó, sin importarle lo más mínimo las miradas escépticas de sus compañeros.
Comer, respirar, dormir, obviamente esenciales, son solamente los medios para la vida. Y prefiero intentar conseguir una vida verdadera, aun sabiendo que puedo morir por ello, que quedarme aquí, con todos los medios, pero incapaz de vivir realmente.

El primero en replicar, todavía sucio y con la ceja levantada, no le había quitado ojo durante todo el discurso. Tragó saliva.

-          - ¿Qué hemos de hacer entonces? Hablas mucho y muy bien pero no es tan sencillo como dices… ¡Solo tenemos UNA vida! Y arriesgarla tan a la ligera, no sé –se lamentó.

-          - Ves, es ahí donde te equivocas. Ahora mismo, yo no creo tener ninguna clase de vida.
A esta penosa existencia que llevamos, mendigando trozos de pan duro, encerrados en cámaras como si fuésemos apestados, sin ver la luz de Sol, no se le puede llamar vida.




That day was different. Not the silence they were used to live in. The group ate their portions excited, concentrated in the two men’s heated argument.

                    We have to stay here where we are safe, alive. There is nothing we can do against it - said one of them, his face grim, while giving a good account of that day’s crust of bread.

                    What are you saying? Are you out of your mind? I refuse to spend my whole existence in this place, in this prison. Cause that’s what it is –replied the youngest one.

                    But we don't know what's past these walls! What if they take us for traitors and kill us as an example? What if it's true, all they have said? We would be dead in barely a few weeks! –yelled the first, angry.

                    Do you really think it is worthy to spend all this time here, locked up?

                    We ‘ain't’ locked up man! We are saving our lives inside here.

                    Lives? –he stared at him severely, piercing through him with his almost transparent eyes.

                    That's what I said, yes...

Bread crumbs fell from the corners of his mouth.

                    Have you even thought for a second what you are saying? You are saying that here we can preserve our lives, we can 'not be dead', right? You are calling this imperative way of existing a 'life'?! –he shouted.

                    What if I'm...

                    You fool. Life is not something that easy. Life is a right of ours, for sure. But here me out, rights have to be won. –he raised his voice, turning to the others, who looked at him confused, many of them almost with a hint of compassion.

                    If we stay here, just watching as time goes by, we'll never have a 'life'. For me, a life is not some period of time, is not a scientific event, it's not even a thing. Life for me is what we do. When we are running away, trying to find a better place, we are having a life. When we are trying to make a difference, we are having a life –he went on, not caring at all about his cellmates’ scepticism.

                    Eating, breathing, sleeping, those things are obviously necessary, but at the end of the day, they remain just means for a life. And I rather try to have a real life, knowing that I might die for it, than stay here with all those means, but unable to really live.

The older, still covered in dirt and with a lifted eyebrow, kept looking at him intensely.

                    Then what should we do? You are talking big and all that but it is not so simple... We just have ONE life, risking it this easily...!


                    See, that's where you are wrong –he lamented. Right now, for me, we have no life at all. This existence of ours, begging for a loaf of hard bread, secluded in cells like pariahs, deprived of the sunlight, cannot be called a life.

(Sorry for the English, did my best)

miércoles, 23 de octubre de 2013

Barreras invisibles

“¿Por qué hacer tal cosa? ¿Acaso valía la pena entregar tu vida a tan absurda razón?” Esas eran las primeras preguntas que surgían. Comunes y ajenas, burdas y superficiales. Propias de individuos condescendientes, ignorantes de todo aquello que no les afecta.

-      -  Joven, inteligente, con toda la vida por delante… Que tragedia, una pérdida verdaderamente terrible.
-       -   Ya lo creo. Quizás él no lo sentía de ese modo. Los chicos de hoy en día cada vez tienen más complejos, nunca se ven lo suficientemente bien.

Así, falsa preocupación en boca, previa a marcharse cada una por su lado igual que habían venido, guiadas por el ´qué dirán`, por salvar su imagen, hablaban dos mujeres algo ‘barrocas’. Por llamarles algo.

Nadie me entendía. Nadie conocía aquella sensación de los últimos días. Nadie.

Para ellos era imposible. No podían siquiera imaginar con sus lógicas mentes rutinarias la gravedad, la profundidad, de aquel sentimiento que me llenaba en aquel entonces.

Aunque, ¿quién sabe?, tal vez mis palabras puedan tratar de reflejar lo que mi corazón sentía.

Es más o menos como sigue.                       

¿Sabéis esa sacudida que nos recorre la espalda, intensa, eléctrica, vibrante, cuando besamos a esa persona? ¿O la calidez de su pequeño cuerpo junto al tuyo cuando el frío cala tus huesos? ¿Sois capaces de plasmar en vuestra mente cada instante, cada palabra, cada mero susurro al oído emitido por su voz, dulce y apasionada al mismo tiempo?

¿O ese temblor en las piernas o en el labio que traiciona nuestras palabras? Si conocéis todo eso, sois ciertamente afortunados, mucho. Con eso podréis haceros una idea, vaga y lejana, tristemente, de lo que para mí suponía simplemente verla durante un centésima de segundo.

Yo no podía tocarla, ni hablarle cara a cara. No podía pasear cogido de su mano por la orilla del mar, ni acariciar su pelo dormido en mi regazo.

Hablar con ella durante apenas unos minutos al mes a través de una pantalla de plástico, mientras el particular e irritante sonido del Skype nos acompañaba era todo lo que podía conseguir.
Todos esos privilegios de las parejas normales no estaban a mi alcance. Y los anhelaba con toda mi alma.

Por eso, cuando ella me dejó, cuando se olvidó de mí, una envolvente y acogedora oscuridad se instaló a mi lado, tomándome poco a poco, engulléndome con los segundos que pasaban, cubriendo con su manto de miseria hasta los más ocultos recovecos de mi mente.

¿Y para qué seguir con esta pantomima entonces? ¿Convertirme en el mejor actor jamás visto, fingiendo durante cada instante de lo que me restaba de vida? ¿O ser consecuente conmigo mismo, con aquello que escondía mi corazón? La teatralidad no era lo mío. Tampoco la razón, por supuesto.

Así que bueno, aquí estoy. Pero por desgracia no me siento mejor todavía. Tendré que seguir buscándola por lo que sea este lugar en el que me encuentro. Volver a verla, quizás incuso tocarla.

“¿Podrían los muertos relacionarse con otros, interactuar, reír, llorar, cantar?”

No estaba del todo seguro, de hecho las dudas parecían apilarse en mi interior como la arena de un reloj, sin prisa pero sin pausa.


“¿Será posible hablar en persona en aquel lugar, sin barreras?, ¿o tendremos que seguir tirando de Skype? No lo sé.”



Concurso de relato romántico, 20 de Junio de 2013

lunes, 21 de octubre de 2013

Malentendidos



Habían atravesado la copa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión. Restaba todavía un
mundo hasta su destino. Diez largas horas para reflexionar sobre esto y aquello. Un sinfín de agudos tic-tacs
repiqueteando en su sien. Y pensaría en el porque estaba allí sentado. Volando. Huyendo.

''Aun puedes arreglarlo'' -se dijo.

-Papá...

-''No tiene por qué salir mal, ¿verdad?...''

''Seguro que si vuelvo y me explico lo entenderán. Pediré perdón...''

-Papá...

''No. Si vuelvo nunca más podremos estar juntos. No permitiré que eso ocurra. Jamás. No a nosotros"

''Eso eso, no a nosotros...'' -se repitió.

...

-¡No toque a mi hijo!-exclamó de un salto, atrayéndolo hacia sí, histérico, con los ojos vibrando frenéticos.

El niño se giró hacia su padre, sorprendido, agitando en su pequeña manita un cera roja.

-¿Papá, que pasa...?

-Eh... esto... yo, no quería...

-¿Se encuentra bien caballero? -dijo el azafato, contrariado. Tan solo le daba una pintura.

-Claro, claro. No sé qué me ha ocurrido, discúlpeme...

-Así puedo dibujar algo para la vuelta

Y se lo regalaré a mamá. ¡Seguro que se pone contenta! ¿A que sí, papá?

''A mamá. Contenta...''



'Boceto microrrelato Cadena SER'