Me desperté horas más tarde. Hora.
Quizás media. Las seis y cuarto, marcaba el despertador en el techo. Último
modelo en la tienda de la esquina, una ganga. Y me había hecho gracia que se
proyectase. Me dirigí al baño, esta vez con algo más de luz, que se filtraba a
través de las rendijas de la persiana metálica. Dejé correr el agua de la ducha
mientras me desnudaba, mirando la toalla que colgaba de la puerta.
El vapor llenaba el cuarto, empañando
el espejo y humedeciendo todo a su paso. Corrí a la habitación raudo –no quería
malgastar, los recibos últimamente me comían –, y volví con dos camisas que
colgué junto a la toalla. También en la puerta.
Me coloqué bajo el chorro, y sentí
como me golpeaba en la nuca. Iba a presión, no había ruedecilla en la alcachofa
para cambiar el modo. Pero no estaba mal. El dolor me despejaba por completo,
era como un mazazo de realidad, para empezar bien el día.
Cerré el grifo, miré a los lados, y
maldije mi estupidez. Salí de la ducha tal cual, mojándolo todo. Tiré de la
toalla, me aproximé a la pila, y froté el espejo en círculos, como solía hacer
siempre, pues me daba un placer especial.
Tendré que cambiar de gimnasio, me
dije. Me sequé el pelo con lentitud, y lo vi claro.
Me asomé a la puerta, no convenía que
nadie me viese. Tampoco había nadie para verme. Y me dejé llevar por la
emoción: probé el disfraz de superhéroe, el de jeque árabe, el de dios griego y
mi favorito, el de capitán pirata.
Con mis años, aunque menos digno, se
disfruta más incluso. Creo, yo.
Ya en mi habitación, me vestí lentamente.
Ropa interior dada de sí. Camisa casi lisa. Unos pantalones verde aceituna que
me regaló, me sentaban horribles, pero. Y una corbata a juego con ellos. Tuve
que hacer y deshacer el nudo unas quince veces, pero ni así. Finalmente los
zapatos, mis preferidos y únicos. Listo para marchar. El doctor me esperaba.
Qué tontería, después de todo, la camisa
se me arrugaría al tumbarme en aquel sofá de cuero marrón.
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