martes, 21 de enero de 2014

Seis: Abstinencia

Amanecí. Revuelto entre sábanas y olor a tabaco aromatizado. Miré a un lado. Una pierna de mujer, que no femenina, colgaba al borde de la cama, como la lengua de un perro buscando aire fresco.

Sacudí la cabeza, tratando de quitarme los pájaros que en ella flotaban y el sueño soldado a mis párpados. Pero nada. Aquello no eran ni pájaros, ni sueño, ni nada suave y común.

Bueno, por desgracia, común si era.

Me deslicé fuera de la cama. Arrastré mi cuerpo pesado a duras penas por el pasillo y llegué al lavabo.  Encendí la luz de siempre. Qué angustia. Casi reconfortante.

Esperé a que cogiese fuerza. La semana pasada le había comprado un lote a un buen amigo. “No consumen nada Carlitos, ni la mitad. No seas tonto hombre, que dentro de nada todo el mundo las querrá y subirán. Cómpralas ahora”.

No sé si cuando llegue el ansiado recibo tendré la luz suficiente para ver todo lo que me he ahorrado.
Me afeité, depurado, algo irregular. Papelitos en los cortes y ‘after-shave’. “Que pique, que así me despejo”. 

Cogí también un tubo azulado del estante. Amado arsenal de reconstrucción interna. Ibuprofeno, néctar para los asiduos a la barra del bar, y para todo en general.

Volví a la habitación, y miré a la cama. Una mujer. Otra más. Socialización y satisfacción.
Fui hasta la cómoda. Fue como el paseo de la vergüenza, como una puñalada de angustia en la yugular. O las costillas, para evitarnos tecnicismos y pedanterías.

Evité las latas de cerveza y la botella de Beefeater. “Mi yo nocturno tiene más dinero en el banco que el diurno. Supongo.” Una cajetilla de cigarrillos. Un harapo de tela remendada que debe ser su camiseta. O pantalón, ni idea. Y la falta de algo, que resulta aún más horrible.

Me agaché a mirar. ¿Quizás bajo la cama? Nada. ¿Bajo la cómoda?, ¿la mesa? Nada.

Me dejé caer. Aturdido, anestesiado por la implacable resaca. Y deje que las lágrimas brotasen. Pero se secaron antes siquiera de salir. Ni eso podía hacer bien.

Solo había dos opciones; ambas me ahogaban. Orgullo y pena.

“¿Sin? Dios no lo quiera. Bueno, ni tampoco yo. Ni nadie.”

“¿Nada? ¿Remordimiento? Quizás. ¿Fallo técnico? ¿Otra vez? Joder”

Las náuseas, calientes, agradables y finas, me llenaron. Y me tapé la mano con la boca. Corrí al lavabo. Me liberé. Y me miré al espejo. Demacrado y pálido. Nada cambiaba de una vez a otra.

Anduve de nuevo hasta la cómoda, con la marcha imperial de mi adorada Guerra de las Galaxias rebombando en mi cabeza, mientras sorteaba el lamentable reguero por segunda vez.

Con un pie fijado al suelo, pringoso por la cerveza, y el otro apoyado donde la lógica de la serie indicaba que deberían estar los condones, abrí el cajón de arriba. Cogí la billetera y extraje un naranja.

Me vestí lentamente. Insensible. Seco.

Y salí por la puerta. No sin antes dejar el billete sobre la mesita de noche, junto a una nota.

“Lo siento. Por los desperfectos. Hay café en la cocina, sírvete antes de irte.”