Corría
desesperado, evitando a toda costa el roce con el resto de seres que se deslizaban
a su paso por las calles. No importaba bípedo o peludo de hocico, de lengua
felina o bigotuda. Torció en la afilada esquina de la frutería, sorteó a Halim,
quien colocaba con mimo los racimos de uvas negras en los cajones del tenderete
y tuvo el tiempo justo para girar su cuello violentamente y dedicarle una
tímida sonrisa en respuesta a su saludo. No era el suyo un saludo de cortesía.
No pretendía agradar. Realmente apreciaba a Halim; le había observado a menudo
desde la esquina opuesta, con un café frío en las manos y una selección de periódicos
apilados sobre la mesa, y le gustaba lo que veía: Halim siempre subía la
persiana a las nueve en punto de la mañana. Entraba a la tienda y se situaba en
el centro, junto a la caja de las calabazas; eran sus niñas, las estrellas de
su coqueto bodegón. Admiraba su color terrizo, las motas verdes diseminadas por
toda la corteza. Eran tres, tampoco más, pero esas tres a él le eran suficientes;
siempre orientaba a sus clientes, con todo el cariño eso sí, a comprar
cualquier otra cosa. En fin, todo eso tenía la culpa de su sonrisa.
El
caso es que siguió corriendo cual gacela delante del león, con la vista rozando
ya el perfil de su objetivo. Esquivó a un par de señoras que miraban a Halim
sospechosamente desde lo alto de la calle y viró en la siguiente esquina para
encarar ya su meta. Notaba como sus músculos agarrotados se tensaban con dureza
y como su mente le recordaba que no le quedaba tanto fuelle como él gustaba de
pensar.
Al
fin la vio en su completo esplendor. La estación de trenes. Esos altos muros de
piedra pulida que consumían el sol, las delicadas tramas de los santos en las
vidrieras con sus altivas miradas y sus largos y escurridizos hábitos. El gran
reloj de bronce y latón que coronaba toda la frontal, creador de muchas
tragedias y tantas otras bellas historias. El tiempo y su curso.
Cruzó
el umbral con la última bocanada de aire que le restaba en sus doloridos
pulmones, totalmente desollado. Hubiese parado a inspirar algo de vida, pero si
no cogía aquel tren, todo aquel aire solo implicaría muerte.
Alcanzó
en dos zancadas cangurescas la cola de las máquinas y concentró sus
pensamientos en visualizar al hombre que esperaba delante de él combustionándose
expontáneamente; ardiendo junto a una zarza aleatoria; lejos de su camino. No
le quedaba otra que desearle lo peor.
Acabó
de destrozar su maltrecho cuello con un giro de ciento ochenta y un grados para
mirar el pequeño reloj digital que brillaba sobre las taquillas y sus dientes
rechinaron al chocar dentro de su boca. No quedaba tiempo. “El tren con destino
a… partirá en…” Su mente trataba de omitir la información. Era más feliz así.
El
hombre sacó su billete y dejó el camino libre. El intentó sacar el suyo y la
puntita izquierda del billete se plegó hacia dentro. Muchas veces. Demasiadas. “El
tren…” Metió la mano entera en el hueco de los billetes y lo cogió al vuelo.
“…partirá
de inmediato…”
Aporreó
con fuerza el botón verde sin cesar. Más y más y más. Y finalmente, tras un
chasquido que invitaba a pensar que se desplomaría en el andén, pudo desplomarse
en el interior del vagón.