domingo, 29 de diciembre de 2013

Más Allá del Horizonte

Érase una vez, en el  muy lejano país de Más Allá del Horizonte, un rey de largas barbas rojizas y robustos puños de acero. Era un rey severo, con ojos claros y azules como gotas de lluvia y una enorme nariz algo colorada que parecía un fresón.

El rey era un hombre de honor, un hombre fuerte, que en sus tiempos mozos había liderado a su gran ejército en cien batallas y conquistado a mil doncellas con su porte y su caballerosidad.

Pero los años también pasaban para el rey, y él sabía bien que había llegado la hora de dejar su trono a alguien más joven.

Sin embargo, era aquí donde encontraba el rey un grave problema. Su esposa había dado a luz a dos mellizos, un chico y una chica.


El joven, ahora todo un hombretón, era también un vago y un perezoso. Pasaba sus días de fiesta en fiesta, cortejando a las jovencitas con su blanca sonrisa, sus malas artes y su palabrería; además de beber más de lo adecuado para un príncipe.

La hija, por su lado, era todo lo opuesto a su hermano el príncipe. Ella era una jovencita muy trabajadora y siempre ayudaba a las doncellas en sus faenas, cosa que su madre la reina consideraba horrible. Era también muy inteligente y culta, siempre leyendo allá donde estuviese e incluso en ciertas ocasiones dando buenos consejos a su padre sobre como dirigir el reino y sus tierras. Pero por lo que más se la quería en el reino era por su humildad y su benevolencia, pues se preocupaba por todos los habitantes del país, siempre procurando que tuviesen el estómago lleno y un sitio caliente donde pasar la noche.

El rey quería mucho a sus dos hijos, y sabía bien quien ocuparía mejor su cargo. Pero la ley era la ley, y una mujer no podía ser reina.

Llegó el día de la sucesión del trono y todo el castillo se llenó de alegre música y coloridos bordados. Todos los campesinos de las tierras cercanas acudieron a ver a su nuevo rey.

En el momento en que el príncipe, apesadumbrado, recibió de su padre la pesada corona de oro y piedras preciosas, los cánticos llenaron la gran sala del trono.

La joven rompió a llorar. Ella que todo lo daba por su pueblo querido y que tanto se esforzaba por el bien de todos. “¿Por qué no a mí, padre?” –se preguntó desolada.

Esa misma noche se celebró en el gran comedor un banquete inmenso lleno de jugosos y deliciosos manjares traídos de todo el mundo. Pero alguien faltaba en aquella mesa. La princesa no había bajado a cenar.

Su padre la mandó buscar, pero su cuarto estaba vacío. Y también el castillo. Y los bosques cercanos. Incluso las montañas del valle que apenas se veían en la distancia. Había desaparecido.

La reina enfermó gravemente tras la desaparición de su única y amada hija, quedando postrada en cama. El rey, que ya no lo era, mudó el color de sus barbas, que se tornaron grises, al igual que sus ojos, tan hundidos como dos enormes cascadas.

Pasaron los años, y la reina falleció. Con el joven príncipe al cargo del reino, este cayó en la más terrible de las miserias; y las noticias de su debilidad se extendieron por todos los países vecinos. Los reyes de éstos, muy astutos, trazaron un plan maestro para conquistar el antaño poderoso reino.

Así, unos meses más tarde llegó el primer invierno. Inmensas ventiscas, como huracanes de hielo, sacudieron al reino, marchitándolo, llevándose consigo las cosechas, la fuerza de sus guerreros y la vida de sus labradores. 

El príncipe heredero, rodeado de malos consejeros, tramposos y avaros, aliados con sus enemigos, no supo reaccionar, y una noche, cuando todo el mundo dormía, partió a lomos de un corcel. El reino quedó pues falto de alguien que lo dirigiese, y cuando las tropas de los reyes vecinos atacaron el castillo, este cayó presa. 

El rey, un hombre anciano ya, de barba blanca como una nubecilla y ojos blancos y ciegos, fue condenado a morir en la horca. Aquel sería el final del reino de Más Allá del Horizonte.

Llegado el día de la ejecución, todos los habitantes que quedaban vivos desde los tiempos del rey se apiñaron en la plaza, apenados, para despedir a su querido señor. Tres descomunales nubarrones negruzcos encapotaban el cielo. Rayos y truenos los acompañaban, asustando con su estruendo a los presentes. Cuando el verdugo, un hombre extremadamente feo con cara de babosa y ojos pequeños como guisantes, se aproximó a la plataforma, una tormenta brutal se desató.

El verdugo, con un grito que helaba la piel, elevó su hacha y la descargó, esperando ver la cabeza del rey rodar a sus pies. Pero no fue así.

Una bella espada, larga como el día y brillante como la nieve, detuvo el golpe del hacha. Un guerrero delgado y esbelto había irrumpido en la plaza y detrás suyo, surgiendo de los bosques, una lluvia de flechas cayó sobre los soldados invasores.

El joven, fuerte para su tamaño, ayudó al rey a incorporarse.

-          - ¿A quién debo mi vida? –preguntó.

-         -  A la suerte –respondió el caballero, quitándose el yelmo que le protegía la cabeza.

Una hermosa melena castaña cayó sobre sus hombros.

Fue entonces cuando el viejo y cansado rey, al escuchar su voz cantarina, reconoció en aquel caballero, su salvador, a su preciada hija desaparecida. Y la apretó contra su pecho, con lágrimas como perlas en sus ojos ciegos.

Sobre aquel instante cantarían más adelante todos los juglares del reino. Sobre cuando el rey tomó a su hija, a quien creía desaparecida, en sus brazos ancianos. Sobre cuando la valiente princesa guerrera, con su ejército de rebeldes y salvajes, salvó al reino de su fin. Y sobre como el rey entregó a su hija la corona de oro y piedras preciosas.


Cuentan que desde entonces el Sol y la lluvia trabajan codo a codo para crear día tras días el más hermoso de los arcoiris, que baña con sus siete colores todos los rincones del reino de Más Allá del Horizonte.


Es el primer cuento que escribo en mucho tiempo, así que no seáis demasiado duros, es solo una primera toma de contacto. ¡Iré mejorando!

viernes, 27 de diciembre de 2013

Fresas heladas

Caminó despacio, precavida, con sus ojos claros de felinas pupilas fijados en lo que se extendía más allá de la ventana. Le agradaba lo que veía, y ansiaba llevar a cabo su fantasía más indecorosa. Bajó con rapidez la escalera de caracol, sintiendo un escalofrío constante que le subía por la espalda. Viró ágilmente por el corredor más pequeño y oscuro, el más discreto, y se plantó ante una diminuta puerta de cristal soplado. Notó el gélido viento, que se colaba por las rendijas de la madera, arremolinarse en sus tobillos, acariciando sus caderas y tornando en lengua de hielo el camino hasta su pecho y su barbilla.

Giró el pomo y se dejó llevar.

Corrió todo cuanto pudo y más, hasta que sus pulmones, helados y doloridos, dijeron basta. Y se desplomó jadeante. La nieve se amontó sobre su esbelta y frágil cintura, en los hoyuelos de sus mejillas, en los recodos de su cuerpo. Abrió la boca y bebió un largo trago, anestesiante al paladar, ardiente al paso por su garganta. Desanudó por completo su batín de seda púrpura, y dejó que toda su piel inmaculada sintiese el tacto de aquel manto de algodón, blanco y suave.

Pasó así, en esa completa desnudez, fundida en su entorno, lo que sería más de una hora. Minuto a minuto.

Y se irguió azorada. Su fantasía seguía.

Subió, sin ropa alguna, por la inmensa escalinata que se imponía orgullosa en la entrada, sintiendo como sus dedos rozaban con delicadeza las paredes de piedra, y como su pecho, libre de cualquier presión, de incómodos corsés con mil y un enrevesados lazos, se alzaba una y otra vez a cada paso.

Llegó allí donde quería, a la puerta deseada, y sin siquiera tocar ni avisar de su visita, entró. Su piel, erizada por la gélida nieve que todavía la cubría y por el hilillo de agua que se deslizaba entre sus senos y sus muslos, brillaba perlada al reflejo de la luz. Un haz de luz que se filtraba por el gran ventanal de la habitación. A los pies de este, sobre un lecho de plumas con dosel escarlata, dormía profundamente una joven. Tenía los cabellos rojos, más incluso que las telas que la disimulaban, además de largos y sedosos. Como una bella madeja de hilo carmesí. Su figura, estilizada y madura en las formas, de anchas caderas y estrecha cintura, se dibujaba bajo las delgadas sábanas. 

Así como estaba ella, en pie, húmeda y tiritando, se acercó al camastro. Apartó con suavidad las sábanas, se colocó junta a ella y lentamente, presionó su cuerpo contra el de la bella joven de pelo llameante. La besó en el cuello. Y en el hueco entre los hombros. E inhaló con fuerza su aroma a fresa silvestre. Pasó su mano junto a su cuello, y se acercó a su oido. 
Sabía que la escuchaba, que estaba despierta, y que pretendía a duras penas no reaccionar a su juego. 

- ¿Qué quiere que haga? Hay que aprovechar el momento. Al fin y al cabo, ambas sabemos que tras esto, me matarán.

Hizo una breve pausa, exhalando su cálido aliento en su oreja. La joven no pudo reprimir un escalofrío. De placer.

- ¿No dice nada? Supongo entonces que lo aprueba, ¿no es así?, ¿mi reina?. Es terrible lo sé, pero así ha sido siempre mi fantasía.



Concurso de relato romántico de Invierno (27/12/2013)

sábado, 21 de diciembre de 2013

Cinco: Frutos del bosque

Salí de aquella clínica de mala muerte, sudando, nervioso. Inspiré con fuerza el dulce aire impregnado de aroma a raspa de pescado y caminé hasta la avenida más cercana.

“Café Lourds. Zona habilitada para fumadores” –rezaba el cartel del local más cercano, con hermosas luces de neón exceptuando la e, que pendía de un cable pelado, al borde del precipicio.

Fui hasta allí, y me asomé al interior. Balbuceé alguna queja aleatoria sobre Sanidad. Entré. Una barra con todo el fondo marino a sus pies, un camarero con eje gravitacional propio y un trapo mohoso en las manos, y, un hombre abocado a su coñac, doble, con la mirada perdida en el fondo del vaso y los ojos encarnados y vidriosos.

Bufé; y sonreí. Nunca está de más. Aunque solo sea para aliviar lo malo por venir.

Una muchacha con mirada de pocos amigos y una estúpida sonrisa acartonada, de las de fórceps, me preguntó dónde quería sentarme.

- ¿Fumadores o no fumadores?

- Fumadores. Por favor.

Tomé asiento en una mesita con mantel de los de usar y tirar, en la esquina más interna del local, y pedí un zumo de arándanos. Me desanudé la corbata, parecía estúpido.

La chica volvió con mi bebida al tiempo zarandeaba de lado a lado su descomunal trasero, embutido en unas horribles mayas de leopardo dos tallas más pequeñas de lo que sería considerado medio aceptable.

- Aquí tienes.

- Gracias –respondí, concentrado en nada.

- Lo siento mucho, ahora mismo te traigo un cenicero. Es que verás, justo esta mañana lo he ‘dejao’ con mi chico y no sé dónde tengo la cabeza. El muy cabrón se estaba tirando a la…

- No hace falta.

- ¿Cómo?

- Soy fumador pasivo –dije, mientras aspiraba con fruición todo aquel humo suspendido en el aire.

- ¿No le traigo cenicero entonces? –repitió, automática.

- No, no lo necesito.

- Pero hombre… Yo te lo traigo, por si acaso, y tú ya decides si…

- ¡Dios mío, ya te he dicho que no! ¿De verdad no te cabe en esa cabeza hueca tuya?

No me gustaba la gente insistente. Los odiaba. Y a aquella inútil. Y a todos los que disfrutaban de un cigarrillo directamente en sus labios en las mesas contiguas. Y me bebí de un trago a la camarera. E insulté con rabia al zumo de arándanos. Y escupí en el suelo, mientras gritaba con los pulmones fuera de mí.

La chica rompió a llorar, asustada. Retrocedió unos metros.

Las dos mujeres que charloteaban en la mesa de al lado callaron, escandalizadas, mirándome con ojos desorbitados.

Volví a la realidad. Y vi el panorama que me envolvía.

Quise correr, pagar –soy honrado, tonto, hasta cuando estoy loco –y salir de allí. Pero no. Lloré.

Y pasé media tarde, y una noche entera, allí, en aquel antro. Las señoras me calmaron y consolaron mientras yo me desfogaba. Dando sorbos a mi coñac y reclamando un vaciado del cenicero.

“Después de todo, el acento argentino no está tan mal.”