miércoles, 29 de junio de 2016

Canadá

Los dos jóvenes asomaron las cabezas por entre los matorrales que cercaban el parque, evaluando el perímetro que les rodeaba. Las ramas se enganchaban en sus viejas camisas de felpa y los pantalones de la muchacha, cortos, tan cortos, dejaban al descubierto su delicada piel adolescente, pasto para las ramas más afiladas. Notó una aguda punzada en el muslo izquierdo, como una dolorosa caricia, sin maldad. Sabía que estaba sangrando pero debían permanecer atentos. 

Pronto comenzó el espectáculo de luces y colores y gritos ahogados. La primera sirena de la policía acompañó un desgarrador aullido. La segunda, como tratando de ir al compás de la primera, acompañó un quejido quedo, como un intento de grito que rompe en suspiro. Después fue todo algarabía. Una sinfonía de luces rojas y azules que iluminaban la calzada, un mar de sirenas chillonas que restaban toda seriedad posible a la situación. 

Valía la pena, aguante. Lo valía, sí que lo valía. Vamos.

El chico, un palmo y poco más alto que ella, fijaba su mirada miope más allá de los primeros coches, oteando el horizonte en busca de algo que ver, algo sobre lo que pensar. El zumbido en sus oídos fue incrementándose poco a poco, un minúsculo mosquito que zumba sobre un pequeño televisor en llamas en un avión a reacción, todo bañado de sangre. 

El reguero de sangre que brotaba del punto que querían ver y no podían discurría ya bajo el último de los coches policiales. Sensacional, brillante. El chico se sacó como pudo el móvil de los pantalones, que comenzaban a quejarse también. Lo sujetó con firmeza con las yemas de los dedos y apuntó al reguero de sangre. Flash. Flash. Flash. Sangre sobre más sangre. Nadie te explicaba en la escuela que la mezcla de rojo y rojo resultaba en un bello granate amoratado. 

Sus ojos se iluminaron de emoción y ambos se miraron fijamente, estirando sus cuellos al máximo a través del enjambre de pequeñas hojas y ramitas. 

Fluía el amor, la conexión espiritual que ambos compartían, la telepatía o telequinesia o mantra o, o lo que uno encuentre como metáfora perfecta para esa intensísima mirada. Por unos segundos ella dejó escapar una pequeña y juguetona sonrisa, pasándose la lengua por el colmillo y rozándolo con la parte más diminuta de la punta. 

Al fin. Al fin sacaron su cabezas de los arbustos y volvieron a la calma del parque. Allí, en sus cabezas, ya nada sonaba, ni el pequeño revoloteo de aquel mosquito junto a la oreja. Dieron unos pasos hacia atrás y con un rápido giro echaron a correr en la dirección opuesta, hacia el banco más lejano. Ella movía sus piernas magulladas a toda máquina, con la vista puesta en la meta. Corría, corría mucho. Cuánto corría. Corría tanto que no lo vio venir: el muchacho había desviado su rumbo a medio trazado y se había lanzado contra ella. Chocaron y cayeron contra el espeso manto de césped por cortar. 

Ella cayó sobre él y él la miró y ella lo miró a él. Estallaron en un brutal carcajada que bien podría haber enmudecido a aquellas sirenas de la policía, pero para eso tendría que escucharse algo. No se escuchaba nada, tan sólo sus risas sinceras y desencajadas en aquel parque. Y entonces se escucharon también el golpe de sus párpados contra su piel y el sonido del aire deslizándose por el surco sobre sus labios y hacia el interior de sus narices.

Sepulcral amor allí yacía, sepulcral y lúgubre juventud. 

La celebraron con un chupito caliente de su petaca, de la de ella.

-Vayamos a Canada, Marla. Pronto. 
-¿Allí venderán anís? 
-Probablemente no. 
-¿No? Vayamos pues.