sábado, 30 de abril de 2016

De camino al camino

La visión de aquel pato y sus crías navegando a la deriva, con sus pequeños ojos de pato fuertemente cerrados para no marearse y sus cuellos verdosos retorcidos hacia el pecho. Se colocó mejor en el astillado banco, estirando sus piernas entumecidas y contrayéndolas de nuevo, rascando su tobillo con la punta de su zapato izquierdo y estirando los pliegues de su camisa a la altura de las axilas. Esos malditos pliegues siempre le limitaban a la hora de lanzar al agua las migajas sobrantes de su bocadillo. Ahora sí, tomó un puñado con su mano y lo agitó como si jugase al póquer para a continuación lanzarlo varios metros más allá. La mitad de estas motearon el agua frente a las ávidas miradas de los patos más valientes. Una cacería absoluta por la supervivencia, un festín sin parangón para sus hambrientos picos.

Recordó aquel momento en la oficina, en el decoroso y pulcro barrio del Hanuka. “Los primeros en las listas de ventas este mes recibirán un plus anual”. Los ojos se iluminaron, el sudor corrió mangas abajo. Pasión que es odio, noble guerra convertida en puñalada entre las sábanas. Las tres semanas que siguieron al malogrado anuncio serían un completo caos: las ventas se desplomaron, la tensión rozó la violencia en la oficina y las consecuencias se pagaron. A los días se anunció el resultado final; la caída en las ventas obligaba a la empresa a echar a dos miembros de la plantilla. Ajustes imprevistos de urgencia.

Alzando un medio vuelo rasante con sus grandes plumas blancas presionando el viento, estiró su esbelto cuello y agarró cuatro o cinco de los pedacitos de pan que flotaban en la superficie del río. No pareció inmutarse un ápice al torcer brutalmente su cuello y ver a la pequeña familia de patitos que aguardaban tras de él.

Se aflojó el nudo de la corbata y dejó los brazos muertos sobre las rodillas. Disfrutó tranquilo del espectáculo, secando de vez en cuando las lágrimas que rodaban por sus mejillas.



Ya oscurecía cuando decidió dar por finalizada la jornada. Miró a través del pequeño ventanuco que daba al interior de la fábrica y por el cual se filtraban pequeños halos de luz incandescentes; pronto tendría que proponer a sus jefes un cambio de bombillas o las muchachas terminarían por coserse sus maltrechos dedos. Apagó la luz del flexo, cogió los folios esparcidos por su mesa y con un golpe seco contra la mesa los ajustó en una cuartilla perfecta que colocó en el cajón superior bajo el escritorio. Levantó los brazos y los echó hacia atrás, desperezándose con fuerza para quitarse de encima las diez horas de sentada que llevaba encima. Se levantó de la silla y descolgó la gabardina de felpa que esperaba vaga en el perchero junto a la portezuela de aluminio. Salió del cuarto con un suave cierre.

Buenas noches, patrón. Descanse usted, patrón. Tengan buena noche, muchachas.

Atravesó las casi cien filas de máquinas y salió. Invadido por una suave brisa otoñal, dejó que el aire le acariciase la cara, como la mano de una madre que te toca por primera vez tras un largo viaje. Miró hacia la derecha y vio a Ernesto Badía, guarda de seguridad de la parcela, metido en su caseta con la oreja pegada a un viejo transistor que siempre había estado ahí; tres sintonías sintonizaba y tres horas duraba hasta calentarse y pedir tregua.

Estiró las mangas de su camisa bajo la gabardina, tratando de cuadrar los puños con los del abrigo. Tan enfrascado se hallaba Ernesto en su ardua tarea que pasó por alto el gesto de despedida del patrón. Tan enfrascado se hallaba Ernesto una hora más tarde que dejó de ver como una pequeña columna de humo negruzco salía por una de las rendijas de ventilación situadas sobre el portón metálico.

¡Patrón, jódase! ¡Jódase, patrón! Resonaban, o eso parecía, los ahumados cánticos de locura.


La Luna en el cielo observaba tranquila, ya sonriendo al gallo que soñaba.