viernes, 27 de diciembre de 2013

Fresas heladas

Caminó despacio, precavida, con sus ojos claros de felinas pupilas fijados en lo que se extendía más allá de la ventana. Le agradaba lo que veía, y ansiaba llevar a cabo su fantasía más indecorosa. Bajó con rapidez la escalera de caracol, sintiendo un escalofrío constante que le subía por la espalda. Viró ágilmente por el corredor más pequeño y oscuro, el más discreto, y se plantó ante una diminuta puerta de cristal soplado. Notó el gélido viento, que se colaba por las rendijas de la madera, arremolinarse en sus tobillos, acariciando sus caderas y tornando en lengua de hielo el camino hasta su pecho y su barbilla.

Giró el pomo y se dejó llevar.

Corrió todo cuanto pudo y más, hasta que sus pulmones, helados y doloridos, dijeron basta. Y se desplomó jadeante. La nieve se amontó sobre su esbelta y frágil cintura, en los hoyuelos de sus mejillas, en los recodos de su cuerpo. Abrió la boca y bebió un largo trago, anestesiante al paladar, ardiente al paso por su garganta. Desanudó por completo su batín de seda púrpura, y dejó que toda su piel inmaculada sintiese el tacto de aquel manto de algodón, blanco y suave.

Pasó así, en esa completa desnudez, fundida en su entorno, lo que sería más de una hora. Minuto a minuto.

Y se irguió azorada. Su fantasía seguía.

Subió, sin ropa alguna, por la inmensa escalinata que se imponía orgullosa en la entrada, sintiendo como sus dedos rozaban con delicadeza las paredes de piedra, y como su pecho, libre de cualquier presión, de incómodos corsés con mil y un enrevesados lazos, se alzaba una y otra vez a cada paso.

Llegó allí donde quería, a la puerta deseada, y sin siquiera tocar ni avisar de su visita, entró. Su piel, erizada por la gélida nieve que todavía la cubría y por el hilillo de agua que se deslizaba entre sus senos y sus muslos, brillaba perlada al reflejo de la luz. Un haz de luz que se filtraba por el gran ventanal de la habitación. A los pies de este, sobre un lecho de plumas con dosel escarlata, dormía profundamente una joven. Tenía los cabellos rojos, más incluso que las telas que la disimulaban, además de largos y sedosos. Como una bella madeja de hilo carmesí. Su figura, estilizada y madura en las formas, de anchas caderas y estrecha cintura, se dibujaba bajo las delgadas sábanas. 

Así como estaba ella, en pie, húmeda y tiritando, se acercó al camastro. Apartó con suavidad las sábanas, se colocó junta a ella y lentamente, presionó su cuerpo contra el de la bella joven de pelo llameante. La besó en el cuello. Y en el hueco entre los hombros. E inhaló con fuerza su aroma a fresa silvestre. Pasó su mano junto a su cuello, y se acercó a su oido. 
Sabía que la escuchaba, que estaba despierta, y que pretendía a duras penas no reaccionar a su juego. 

- ¿Qué quiere que haga? Hay que aprovechar el momento. Al fin y al cabo, ambas sabemos que tras esto, me matarán.

Hizo una breve pausa, exhalando su cálido aliento en su oreja. La joven no pudo reprimir un escalofrío. De placer.

- ¿No dice nada? Supongo entonces que lo aprueba, ¿no es así?, ¿mi reina?. Es terrible lo sé, pero así ha sido siempre mi fantasía.



Concurso de relato romántico de Invierno (27/12/2013)

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