Esos codos. No apoyes los codos en la
mesa. No apoyes tus sucios codos en la mesa, maldita sea. A la de una, a la de
dos…a la de…
Vístete bien. No vamos a cualquier
sitio. Vístete bien, vístete bien, ¡vístete bien!
Todo parecía azul claro: el suelo, un
laborioso entramado de baldosas celestes; el vestíbulo tan de madera del
edificio, clarito, clarito; el pomo de la puerta, igual que el cielo de verano.
Crucé el umbral, cerré de un portazo y lancé las llaves a la pequeña cómoda del
recibidor. Olía ya a azul marino, algo más tibio. Caminé hacia la cocina y
saludé, inspirando el olor a salitre y dejando que me invadiese. En la cocine besé
a la capitana de aquel buque que navegaba en aquel calmado mar de quinta
planta, con apenas una pequeña bruma rodeándolo, el azul.
Por unos instantes, mientras mis ojos
se arrastraban del anís al marinero y del sanguinario corsario al anís, sentí
que yo era allí un miembro más de la tripulación, grumete que corre de proa a
popa sin descanso.
Craso error.
Craso y eléctrico error.
Azuladamente oscuro.
Oscuramente azulado escenario para
una batalla fría y violenta entre siete mares.
Ni un pequeño atisbo de aquel bello
azul claro que primaba hacía escasos segundos. Látigos de acero y alga que se
lanzaban hacia mí al son de una horrible canción de órgano. Un órgano in
crescendo que cada vez era más agudo y cada agudo más rompía mi calma, mi voz y
mi querer.
Golpeé mi pecho con rabia, buscando
un bruto rojo que tiñese aquella oscuridad de color. Pero tan solo hizo este
que fundirse en la negritud de aquel azul.
Un azul que todavía era azul. No
dejaría yo que dejase de lucir sobre él para tornarse negro. No dejaría yo de
vestirme bien, de bajar los codos a los centímetros reglamentarios y de quemar
aquel pestilente, amargo y delicioso alcohol.
Matad a la joven que viste de azul
para que nunca tenga la opción de vestir de rosa.