Entré al portal quince, el último en
aquel pequeño callejón solitario. Una hilera de buzones de metal oxidados y un
ascensor desvencijado me daban la bienvenida. Pulsé el botón y esperé. Un
traqueteo rítmico, algo chirriante, acompañó a la aguja que marcaba el piso. Ya
estaba. Al quinto.
Me miré brevemente en el espejo,
colocándome con poco acierto el pelo de un lado, pero ya no había más tiempo
para rectificar.
Toqué al timbre. No respondían.
Estaría tomándose su reglamentario café de media mañana. Ese que ni una lluvia
de meteoritos podría evitar. Llamé otra vez.
Una mujer regordeta de unos cincuenta
años abrió la puerta, dedicándome una tierna sonrisa. Berta era una señora de
esas clásicas, con una permanente horrible que asomaba las raíces canosas, un
vestido de flores que bien podría de hacer las veces de mantel, y unos zapatos
de charol ciertamente brillantes. Demasiado diría yo.
Además de su atuendo, hablaba en
exceso, era bastante lenta, y tendía a escarbar en la vida personal de los
demás, conocidos o desconocidos. Bueno, y siempre, como ya he dicho antes, gustaba
de tomarse un ‘cafelito’ de hora y media en el bar de la esquina mientras
fumaba el pitillo que había dejado a medias la noche pasada.
A pesar de todo ello, siempre me
recibía con una cálida sonrisa y yo lo agradecía.
Me invitó a pasar y tomar asiento en
uno de los incómodos sofás de la salita. Ojeé una revista por encima, “Diez
consejos para estar fabulosa este verano”. Justo lo que necesitaba. Pasé
páginas y vi una receta interesante, “podría intentar…”. Se abrió una puerta de
madera, fina como el papel de fumar, y dos hombres salieron por su hueco. Uno
vestía con un jersey de lana con bolas y unos pantalones de pana beige; el
otro, un hombre de mediana edad, llevaba un traje negro mal planchado y de
aspecto baratero y miraba sin parar de un lado a otro, visiblemente alterado.
<< Nos vemos la semana que
viene entonces, Antonio. Seguiremos trabajando en lo que hemos hablado.>>
Este asintió y salió raudo por la
entrada principal.
Se giró luego hacia mí, aquel hombre de
cabello blanco y semblante bonachón, invitándome a entrar.
La habitación se me hizo algo pequeña
durante unos instantes, pero la voz cantarina de Berta me hizo reaccionar.
<< Te llama el doctor, querido.
>>
Me levanté, me atusé el pelo, y entré
después del doctor, cerrando tras de mí la puerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario