miércoles, 20 de noviembre de 2013

Cuatro: Café y locura

Esperé unos segundos de pie, para no parecer maleducado o ansioso. El doctor tomó asiento en su butaca color crema y me indicó con una seña el diván junto a la mampara. Yo prefería no utilizarla, esa etapa de vergüenza ya la había pasado.

Recuerdo la primera vez. Sin recomendación alguna, había buscado en el listín telefónico hasta dar con el número de un psiquiatra, “No le garantizamos que salga usted cuerdo, pero tenemos máquina de café gratuito”. Cutre. Pero me hizo gracia, para que mentir.

No me fue sencillo dar con el lugar, y mi orgullo de por entonces me impedía preguntar por la clínica del que sería mi loquero –mi concepción de estos especialistas siempre había estado algo influenciada por el cine, y tendía a imaginarme lo peor.

La primera impresión fue sencilla. Horror. Una señora vestida como una mesa camilla que me analizaba con sus ojillos inquisidores. Una sala de espera pequeña y lúgubre. La chapa del marco de la ventana desconchada, y una corriente de aire que me ponía los pelos de punta. “Huye”, me dije.

Tras una eterna espera en aquel antro se abrió la puerta con la placa que rezaba ‘Dr. Matías Binetti’. “Argentino, argentino.”

Lo seguí al interior y me tumbé sobre el diván marrón. El doctor Binetti me observó con unos ojos castaños enormes, como castañas pilongas, y habló:

-          ¿Su nombre, joven?

-          Carlos –respondí. “Joven. Se podría decir”.

-          Bien, Carlos. Cuéntame, ¿Qué te trae por aquí?

Medité la pregunta unos segundos. Minutos tal vez. Él no parecía impacientarse. Se levantó de su butaca y corrió la mampara entre nosotros.

-          A ver, como decirlo. Es complicado de explicar…

-          ¿Sí?

Dudé. Me froté la sien con la palma de la mano, y hablé. Escupí. Vomité. Dije todo. Una sarta de tonterías, verdades, mentiras, datos e insultos. Y luego inspiré hondo.

-          Entiendo. Muy bien. Nos veremos en la siguiente sesión.

Me despidió con un apretón de manos, y yo sentí a mi estómago revolverse. Berta se me acercó. Me miró con compasión, y lástima, y contra todo pronóstico esbozó en su rostro una inmensa y falsa sonrisa.


-          Cariño, ¿una taza de café calentito? Es gratis.



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